jueves, julio 10, 2014

TACONES DE OTOÑO // CAPÍTULO 5


Una vez dentro del ascensor. Respiró aliviado. ¿Qué había sido eso? ¿Por qué se alejaba nuevamente así de ella?.
Acercó su rostro hasta el espejo del elevador que ya comenzaba su marcha hasta los estacionamientos. Limpió con la manga de su camisa los vestigios de sangre que habían corrido por la comisura de su boca y tapó su cara con las manos.
¿Cuánto más podría resistir así? ¿Por qué volvía a flaquear? Ella lo había dejado de amar. Ella le había vuelto a mentir. Ella ya tenía un nuevo amante. Ella nunca lo había amado.
Sus ojos turquesa parecieron llenarse con el reflejo del vidrio congelado y se detuvieron ahí por unos instantes que parecieron siglos. Sintió que su alma volvía a un pasado tan lejano, tan cálido y feliz que ahora que lo pensaba, no podía ser real.
Aquella pequeña pecosa, como le encantaba llamarla, lo había vuelto loco desde que la vio. Nunca creyó que podía ser capaz de poner los ojos en otra mujer que no fuera Amparito. Pero ahí estaba ahora, destrozado por dentro y por fuera. Sin poder tocarla, sin poder besarla desde ya no sabía cuando tiempo. ¿Dos años tal vez?. La misma edad de su pequeño hijo. La misma cantidad de tiempo que había transcurrido desde la última vez que le había creído. Que había vuelto a confiar en ella.
Las puertas del elevador se abrieron. Se apresuró en llegar hasta su auto. Sabía que debía conducir rápido hasta su casa. Tenía un sin fin de reuniones aquel día y debía cambiarse ropa. También presentía que Fabiana estaría ahí, que lo miraría con aquellos ojos color miel que tanto amaba pero que ahora ya no lucían el brillo de antaño, que su luz ya no le pertenecía como tampoco su boca ni su piel.
Tragó saliba al recordar su cuerpo, sus besos, sus manos enredadas en su cabello y sus piernas atadas a su cintura sin querer soltarlo. Las pecas en sus pechos que solía  lamer y acariciar ciego de pasión y de placer.
 - ¡Qué me pasa maldita sea! - dijo, golpeando con fuerza el volante del automóvil. Llevaba los ojos hinchados y una fuerte erección que le provocaba aquel dolor que sólo ella le producía. Intentó tranquilzarse por unos momentos. Miró la hora en el reloj del tablero y maldijo nuevamente. Ya iba demasiado tarde a todo lo que tenía agendado para ese día.
Desde que habían vuelto de su viaje, su estadía en aquella oficina era un infierno, como también lo era su casa. Exisitían esos breves momentos de paz que parecían retornar a veces a su hogar. Cuando parecía que ella volvía a ser la misma de antes. Cuando lo miraba con aquellos ojos que encerraban tanto amor pero que a ratos parecían mirarlo con dolor, con terror. Él quería acercarse, él moría por abrazarla. Necesitaba hacerlo; que le dijera que todo estaba bien, que todo era mentira, que sólo lo amaba a él, que siempre había sido así. Pero esas horribles imagenes una y otra vez volaban a su cabeza y la veía ahí, riendo en los brazos de otro. Besando a otro que no era él. No le había creido esa vez. Cuando recién había nacido Ivo. Cuando ella comenzó a volverse más extraña y lejana. En aquella ocasión Gualberto había decidido alejarse, como ahora... Volvia a huir.
No quería estar ahí, ni en su casa. Por eso buscaba cualquier escusa para viajar. Se pasaba semanas fuera de la ciudad y del país. Esa era su manera de alejarse y de no ver ni sentir el dolor que le provocaba su traición. Pensó que refugiandose en los brazos de Amparito se estaría vengando de ella y le haría daño pero moría por dentro cada vez que la rabia le envenenaba la sangre y corría hacia ella para saciar un deseo que  ni por nada se le asemejaba al que su mujer le provocaba tan sólo con mirarla.
Rogaba por no encontrarla en casa. Hacía días que no le dirigía la palabra. Desde que había decidido comenzar a vestirse cada vez de una manera más escandalosa y su hija le pidió que intercediera por ella.
La pelea había sido colosal. En un momento de la discusión Gualberto la tuvo muy cerca de su boca. Tuvo que tomarla por las muñecas para evitar que lo golpeara en el pecho. Fue la ocasión para que sus miradas se volvieran a encontrar luego de mucho tiempo.
La adrenalina bullia por sus venas. Algo se estremeció bajo sus pies. Sus ojos brillaron de una manera distinta. Gualberto creyó ver algo en aquello ojos que no supo interpretar. Un ruego, una suplica. Tuvo miedo y la soltó fustrado alejandose de ella nuevamente dandole la espalda confundido.
Cuando volvió a mirarla nuevamente, sus ojos volvian a ser los mismos, frios, intensos, oscuros. Decidió dejar la discución y se marchó, como siempre hacía, mientras Fabiana sonreía satisfecha.
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Fabiana se había despertado hacía ya un buen rato pero no había querido salir de la cama. Cuando abrió los ojos y vio nuevamente que su marido no había llegado a dormir, algo dentro de ella volvió a removerse provocándole sensaciones que había querido sepultar dentro de su memoria.
Se levantó con calma. Recordó que había sido Cecilia quien le había puesto la pijama. Sonrió al verse vestida así. Seguramente la niña había tomado lo primero que vio dentro de su cómoda y eso era una vieja camisola que le había regalado él cuando recién se habían casado. Era de seda, de un color rojo intenso que le llegaba hasta un poco más arriba de las rodillas y que le dejaba ver un poco más que las pecas de su abultado pecho. 
Se dirigió hasta el baño, vio su rostro en el espejo. Sus ojos volvían a verse un poco como los de su juventud. Parecían más claros, sin ese color rojizo de fondo. ¿Sería su idea?. Abrió la ducha con desgano, se sacó la camisola y cubrió su cuerpo con el agua caliente. Recordó la triste escena de la noche anterior después de salir de la reunión de la escuela de Cecilia. Pensó que ya había sido clara con aquel niñito la última vez que lo vio siendo ella misma. ¿Por qué se había atrevido a presentarse frente a ella nuevamente?
 - Es solo por esta noche. La última vez no nos despedimos 
Le había dicho, poniendo carita de gato con botas. Fabiana no se pudo resistir. Después de todo, no era un mal chico. Sólo se había obsesionado un poco con ella y se sentía un poco culpable por haberlo alentado con esas coqueterías impulsivas que sabía que no podía controlar aunque quisiera.
Fueron al bar donde lo había conocido hacía tiempo atrás. Aquel donde su amiga Marta, la única que aun mantenía desde la época del colegio, la había animado a conocer.
Recordó que bebieron algunos tragos, bailaron, rieron y luego el chico condujo el auto hasta su apartamento.
 - Te acompaño
- No. Está bien. Déjame hasta aquí. Muchas gracias. La pasé muy bien. Eres un  gran chico. Y ahora si. Adios
Fabiana le hizo un ademan con la mano y le sonrió con gracia pero el muchacho la tomó por la muñeca y la acercó hasta él para besarla. Fabiana se enteró tarde de que tenía esa boca pegada a la suya. Lo apartó con fuerza. Quiso golpearlo pero recordó la cachetada que le había dado a su hija en la mañana y se había prometido no volver a permitirselo nunca más.
 - Perdón. Es que me gustas tanto. Eres tan hermosa. Por favor no termines así conmigo
Fabiana lo miró desconfiada. Esta vez no caería en la trampa. Ahora, no entendía por qué, ella le permitía actuar, no estaba por ningun lado, debía escapar de aquel muchacho antes de que fuera demasiado tarde.
 - No hay nada que terminar... por que nunca ha comenzado nada. No se de donde sacaste eso. Si fui amable contigo fue porque eres un chico encantador. Pero mírate, podrías ser mi hijo ¡por favor!. Vete ya y no sigas haciendo que me sienta aun más miserable. Vete.
Fabiana salió de la ducha sonriente. Hacía tanto tiempo que no se sentia libre. Definitivamente no estaba. Volvía a ser ella. Sus ojos estaban ahí, su mirada, su sonrisa. ¿Qué había pasado? ¿Y si era una trampa? Tuvo miedo.Tembló asustada
Volvió a mirar su reflejo en el espejo. Se acercó hasta casi tocarlo con la punta de su nariz y no vio nada. ¿Sería la luna llena?, pensó. Tocó con un dedo el espejo. Como una niña respiró sobre él y dibujó un corazón con las letras G y F. 
Sabía que había ratos en que ella parecía desaparecer. Eran los momentos en que aprovechaba para estar cerca de sus hijos, abrazarlos; como lo había hecho la noche anterior con Cecilia.
Sufrió tanto con lo de la bofetada. Sintió cuando esa bruja levantó su mano y corrió a defender a su pequeña pero esa alimaña había sido más rápida. Era la primera vez que la enfrentaba. Su mirada era de odio puro. Un arrebato de inmenso dolor la envolvió y no hubo nada que la pudiera detener. Se llenó de un valor que no sabía que podía tener y corrió hasta ella mientras se miraba en el espejo del bar.
Ahora debía aprovechar todo lo que pudiera para estar con ellos para verlo a él. Aunque sabía que la odiaba por todo lo que ella le hacía, pero ya no le importaba. A ella le bastaba con saberlo cerca y que a pesar de todo lo que esa arpía hacía para que él la aborreciera, no habia abandonado a sus hijos y de alguna forma, tampoco a ella.
Adoraba esos momentos en que podian estar a solas aunque sea para que él la reprochara con la mirada o con su indiferencia. Ella sólo podía expresarle, como podia, lo mucho que lo amaba, pero entendía, por su actitud, que él no le entendía y Fabiana volvia a replegarse en su rincón de siempre.
Sintió ruido afuera en la habitación pero no le prestó demasiada atención. Debía ser Estela recogiendo y limpiando y molestando. Sabía que no la quería y el sentimiento era recíproco. 
Cuando quiso buscar su ropa para vestirse se dio cuenta que no la había llevado con ella hasta el baño por lo que tuvo que volver a colocarse la camisola encima. Con el cabello aun húmedo salió del baño encontrándose de frente con el pecho desnudo de Gualberto quien estaba buscando camisa limpia para cambiarse.
Ambos pares de ojos se miraron por unos instantes que parecieron una eternidad. Gualberto no podía evitar devorarsela con los ojos. Sabía que en aquella mirada estaba su pecosa de siempre. Quería hacerla suya ahí en ese instante. Su corazón ya no respetaba a su conciencia ni a su razón. Sus piernas y sus brazos querían volar hacia ella. Hacia ese espacio en su cintura y dentro de su boca.
Fabiana lo observaba tímidamente. Su reacción al verla la envolvió como en un torbellino. ¡Cuánto tiempo buscando aquella mirada! ¡Cuanto tiempo esperando volver a sentir el galope de su corazón dentro de su pecho! ¡Cuánto tiempo esperando a que la humedad de su vientre la llenara para esperarlo sólo a él!
Caminó lento hasta la cama. Agachó la mirada y vió la camisa sucia tirada en el suelo. Observó la mancha de sangre en la manga y se volvió de prisa para mirarlo. Estaba herido y sintió miedo. Sin palabras se acercó peligrosamente hasta él.
- ¿Te heriste en algún lado? - preguntó tímidamente tragando saliba, esperando que no la reconociera y que le diera nuevamente la espalda y la ignorara como venía haciendo desde hacía casi dos años.
Su cuerpo temblaba. Su cabeza le llegaba hasta la mitad de su pecho adornado con suaves vellos cobrizos. Fabiana creía ver que su respiración era tan agitada como la de ella. ¡Por Dios que quería creerlo!
De pronto, sus dedos se posaron sobre su labio magullado y él, como azotado por una fuerte descarga eléctrica, la tomó con fuerza por la cintura acercándola hacia su cuerpo. 
Estaba tenso, su corazón ya no cabía dentro de él. En cualquier momento escaparía de su encierro así como aquel amiguito que tenía prisionero entre sus piernas y que desde que la vio salir del baño no había dejado de molestarlo hasta que volvió el deseo y el dolor.
Fabiana se quedó inmóvil ante aquella reacción. Pero por dentro, muy adentro de ella todo se removía con fuerza, parecía un derrumbe, un terremoto... Pero ¡qué!. 
Sus manos viajaron hasta su pecho masculino y él soltó un gruñido cerrando los ojos. La agitación se volvió aún más intensa. Acercó su boca a la de ella lenta y suavemente, deseando que el tiempo se detuviera en ese preciso momento, la besó con calma, sintiendo la tibieza de sus carnosos y sensuales labios y ella abrió su boca para recibirlo como siempre. Sus lenguas se reconocieron y se saborearon sin vergüenza mientras sus manos se recorrían la piel buscando aquello que les pertenecía desde siempre.
Gualberto bajó hasta sus piernas para luego subir hasta sus caderas reposando y aprisionando con sus grandes manos sus nalgas, mientras su boca bajaba por sus pechos besando aquellas pecas que tanto adoraba, para luego torturar con su lengua y sus dientes aquellos pezones endurecidos por la batalla que ahí se estaba librando.
Se olvidó de citas, reuniones y viajes, de todo. Ahí estaba su mujer, la de siempre, su pequeña pecosa, a la cual jamas podría dejar de amar ni desear aunque viviera mil vidas.
Fabiana cruzó sus piernas a su cintura enredando sus dedos entre sus cabellos, mientras Gualberto la llevaba hasta la cama. La acomodó con ternura sin dejar de besarla. Luego se puso sobre sus rodillas para que ella se deshiciera de lo que ahora ahí sobraba. Desabrochó el cinturón de su pantalón y luego bajó el cierre de éste. No había visión que le encantara más a él que aquella. Verla deseosa de él, de su calor, de su piel, de sus besos.
Cuando estuvo totalmente desnudo comenzó a besar sus piernas y luego buscó aquel lugar que tanto extrañaba. Aquella húmeda estrechez que lo volvía loco. Sus dedos la descubrieron tan mojada que casi estalló en ese mismo momento al escucharla gemir y retorcerse sobre las sábanas.
- Por favor - susurró ella - no pares - Gualberto... Te amo...
- Fabiana...- murmuró él, colocándose sobre ella para de una vez llenarse de ella y ella de él.
Sus uñas se clavaron en su espalda pero él no sintió más que placer, sus dientes mordieron suavemente el lóbulo de su oreja pero a él eso lo volvía loco. Su boca se sació de sus pechos y de su jugoso vientre. Sus caderas no dejaron de servirle de anestesia cuando parecía que todo ya había terminado. Cuando reposaban abrazados y cansados de tanto amarse. Él acariciaba su piel con total libertad y su cuerpo no tardaba en volver a reaccionar frente a esa piel de miel que que adoraba. 
Cualquier pensamiento ajeno a todo lo que sucedio en aquella habitacion había quedado afuera. Gualberto comprendió que jamás podría amar a otra mujer que no fuera aquella adorable pecosa que ahora reposaba serenamente sobre su pecho. Volvía a sonreir. Quería volver a creer en ella. Necesitaba hacerlo. Si no lo hacía sentía que se volvería loco. No soportaría otro desengaño.
 - ¿Por qué está todo tan oscuro?... ¿Mamá?... ¿Estela?
Cecilia había llegado temprano. Javi la había ido a dejar después de lo que había sucedido. No había alcanzado a terminar la jornada escolar. Se sintió  mal y pidió permiso para retirarse.
 - Parece que no hay nadie - dijo Javi que venía tras de ella
- Hola hijita
- Estela ¿y mi mamá?
- Yo no se. Han estado toda la mañana encerrados en la habitación. No han salido y ya es hora de almorzar.
- ¿Han? Es que hay alguien más con mi mamá
- Espera hija si pero es....
Cecilia no alcanzó a escuchar nada más. De solo pensar que su madre habría llevado a alguno de esos amantes que decían sus compañeras que ella tenía la volvió loca. Caminó rápidamente por el pasillo que daba hasta aquella habitación y abrió la puerta de golpe.
- ¿Mamá?.... ¿Papá?...

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